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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 11
—¡No lo atormentes!
Dio después un paso atrás, escondió su diestra temblorosa bajo la guerrera, y con una expresión de forzada tranquilidad preguntó moviendo con dificultad sus labios descoloridos:
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana —contestó Serguéi, con los labios igualmente exangües.
La madre tenía los ojos bajos y se mordía los labios, como si no oyera nada. Y en tal actitud dejó casi caer estas sencillas y extrañas palabras:
—Nínochka nos ha dado para ti un beso, Sereyenka.
—Devuélveselo de mi parte —contestó éste.
—Los Jvostov también... también te mandan recuerdos suyos.
—¿Qué Jvostov? ¡Ah, sí!
El coronel interrumpió diciendo:
—Bueno, vámonos. Levántate, madre. Tenemos que irnos.
Entre los dos hombres la ayudaron a ponerse de pie. Apenas si podía sostenerse.
—¡Despídete! —ordenó el coronel—. ¡Dale la bendición!
Cumplió lo que le mandaron. Abrazó a su hijo, hizo sobre su frente la señal de la cruz... Pero después de un beso breve empezó a mover la cabeza negativamente, repitiendo como enajenada:
—¡No, esto no puede ser! ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué va a ser de mí? ¡No, no es posible!
—¡Adiós, Serguéi! —dijo el padre.
Se estrecharon las manos y se dieron un beso fuerte, rápido.
—Tú... —empezó a decir Serguéi.
—¿Qué...? —preguntó casi sin aliento el padre.
—¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué será de mí? —insistía la madre, meneando siempre la cabeza. Se sentó otra vez, y un temblor profundo recorrió su cuerpo.
—Tú... —empezó de nuevo Serguéi.
Mas de pronto se contrajo su rostro e hizo pucheros como un niño; sus ojos se llenaron de lágrimas, y vio a través de ellas la cara exangüe de su padre, cuya mirada velaba también el llanto.
—Tú, padre, eres persona noble...
—¿Qué dices? ¿Qué dices? —dijo el coronel casi asustado.
Y en el mismo instante, como si se derrumbase, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hijo. En otro tiempo había sido más alto que éste, pero ahora aparecía empequeñecido, y su cabeza, seca y enmarañada, no llegaba más que hasta el pecho de Serguéi. Ambos besaban ávidamente: el uno, los cabellos blancos del padre; el otro, el capote del hijo preso.
—¿Y yo? —exclamó de repente una voz desgarrada.
Miraron: era que la madre se había puesto en pie, y con la cabeza echada hacia atrás los miraba iracunda.
—¿Y yo? —repitió con acento de loca moviendo la cabeza—. Vosotros, hombres, os besáis; pero ¿y yo?
—¡Mamaíta! —exclamó Serguéi lanzándose hacia ella.
Y entonces ocurrió lo que no se puede describir con palabras, y que por tanto mejor es callar...
Las últimas palabras del coronel fueron éstas: —Te bendigo a la hora de la muerte, Serguéi. Muere valientemente, como corresponde a un oficial.
Y se fueron. Hacía un momento se encontraban aquí de pie conversando, y ya no están.
De vuelta al calabozo, Serguéi se echó en su camastro con el rostro hacia la pared, para ocultarlo de los soldados, y estuvo llorando largo rato. Mas, al fin, cansado de llorar, quedó sumido en un sueño profundo.
A ver a Vasili acudió solamente su madre. El padre, comerciante rico, no había querido hacerlo. Al entrar en la sala de visitas le encontró la anciana paseando arriba y abajo y temblando de frío, no obstante el calor que hacía. Su conversación fue corta y angustiosa.
—¿Para qué ha venido usted, madre? Va usted a atormentarse a sí misma y a mí también.
—¿Por qué has hecho eso, hijo mío? ¿Por qué? ¡Señor!
La anciana comenzó a llorar, enjugándose las lágrimas con las puntas de su pañuelo negro de lana.
Vasili, según costumbre que tanto él como sus hermanos tenían de responder con gritos a la eterna incomprensión de su madre, se detuvo, y, tiritando, empezó a decir furioso:
—¡Vaya! ¡Ya lo sabía yo...! ¡No lo comprende usted, madre! ¡No comprende usted nada, nada!
—¡Bueno, bueno, hijo mío! ¿Tienes frío?
—Sí, tengo frío —contestó Vasili brevemente, y de nuevo se puso a pasear por la sala, mirando de reojo a su madre.
—Has cogido frío, sí...
—¡Madre, por Dios! ¿Qué significa el frío cuando...?
E hizo un signo significativo y desesperado con la mano.
La anciana quiso decirle: «Tu padre se preocupa tan poco de esto, que el lunes mandó que le hiciesen ese plato que le gusta.» Pero, asustada, empezó a balbucear:
—Ya le dije: mira que es tu hijo; ve a despedirte de él. Pero se entercó en que no; ya sabes, como es así...
—¡Que se vaya al infierno! ¡Ése no es un padre! ¡Toda su vida ha sido un canalla, y sigue siéndolo!
—¡Hijo mío! ¡Dices eso de tu padre! —y la anciana se irguió con aire de reproche.
—¡De mi padre!
—¡Sí, de tu padre, del que te dio el ser!
—¡Qué padre ha sido para mí!
Todo aquello era absurdo. La muerte acechaba cerca de aquel lugar, y su proximidad daba carácter de mayor desvarío a la escena, en la cual crujían las palabras como las cáscaras de las nueces bajo los pies. Llorando casi de angustia ante aquella incomprensión, que durante toda la vida habíale separado de los suyos, y que ahora, en vísperas de la ejecución, volvía a asomar su faz estúpida e inexpresiva, Vasili gritó:
—Pero ¿no comprende usted que me van a ahorcar? ¡A ahorcar! ¿Lo comprende usted? ¡A ahorcar!
—Si no te hubieras metido con nadie, no te... —gritó la madre.
—¡Señor! ¿Es posible esto? ¿Es posible, ni aun entre fieras? ¿Soy hijo de usted o no lo soy?
Echóse a llorar y se sentó en un rincón. En otro, la anciana se puso a llorar también. Incapaces de fundir sus almas, ni por un instante, en un sentimiento común de amor para hacer frente al horror de la muerte que se acercaba, lloraban ambos con lágrimas de soledad, con lágrimas que no aliviaban el corazón. La madre prosiguió:
—¡Preguntas si soy o no soy tu madre, y lo preguntas cuando en cuatro días mi pelo se ha vuelto blanco y he envejecido como si hubiesen pasado años!
—Bueno, madre... Bueno. Perdóneme. Ya es la hora. Tiene usted que marcharse... Dé usted un beso a mis hermanos.
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