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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 10
Tania Kovalchuk no tenía parientes próximos, y los que le quedaban vivían en un remoto lugar de la Pequeña Rusia, y ni siquiera tenían noticia de lo que ocurría; a Musia y a Verner, como desconocidos que eran, ni se les suponían parientes, y solamente Serguéi Golovin y Vasili Kashirin eran los que habían de recibir la visita de despedida de sus padres. Los dos pensaban con terror y tristeza en tal entrevista, pero no se decidieron a negar a los ancianos padres las últimas palabras y los últimos besos.
Serguéi Golovin era el que más sufría ante la idea de la próxima entrevista. Quería mucho a su padre y a su madre; hacía poco que los había visto, y le estremecía la idea de lo que iba a pasar.
La misma ejecución, con toda su monstruosidad, aparecía en su cerebro trastornado como algo menos terrible que aquellos minutos cortos y absurdos, que parecían estar fuera del tiempo y hasta de la vida misma. ¿Cómo iba a mirarlos? ¿Qué iba a decirles? Su cerebro renunciaba a comprenderlo. Lo más sencillo y natural, que sería cogerles las manos, besárselas y decirles: «¡Adiós, padres!», le parecía absurdo y horrible en su monstruosa, inhumana y estúpida falsedad.
Después de dictada la sentencia, no volvieron a colocar juntos a los condenados, como suponía Tania Kovalchuk, sino que pusieron a cada uno en un calabozo distinto, y toda la mañana, hasta las once, hora en que llegaron los padres, Serguéi Golovin anduvo paseando frenéticamente por la celda, pellizcándose la barbilla, encogido lastimeramente y murmurando palabras ininteligibles. De cuando en cuando se detenía bruscamente, llenaba el pecho de aire y lo exhalaba como un nadador que hubiese estado demasiado tiempo debajo del agua.
Pero era tan robusto y tan lleno de vida y juventud, que hasta en aquellos momentos de cruel sufrimiento la sangre le bullía debajo de la piel y enrojecía sus mejillas. Sus ojos azules tenían un fulgor inocente.
La entrevista transcurrió mejor de lo que Serguéi esperaba. El primero que penetró en la habitación destinada a las visitas fue su padre, el coronel retirado Nikolái Serguéevich Golovin, todo blanco, el rostro, la barba, los cabellos y las manos, como una estatua de nieve vestida con ropas humanas. Traía su guerrera vieja, pero cuidadosamente limpia y oliendo a bencina, con las charreteras nuevas, colocadas en sentido transversal, a diferencia de los militares en servicio activo. Entró erguido y con paso firme, tendió la mano blanca y huesuda y profirió en voz alta:
—Hola, Serguéi.
Detrás de él entró, con una extraña sonrisa, la madre, que también le estrechó la mano y repitió en alta voz:
—Buenas tardes, Sereyenka 7.
Después le besó en los labios y se sentó callada, sin gesticular, ni gritar, ni llorar. No hizo nada de aquello tan terrible que esperaba Serguéi, sino que se contentó con darle el beso y sentarse, y hasta arregló con las manos temblorosas su falda de seda negra.
Serguéi ignoraba que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel, concentrando todas sus fuerzas, había estado imaginando los trámites de aquella escena. «Tenemos que evitar a nuestro hijo el amargarle los últimos momentos; antes al contrario, debemos aliviárselos», decidió el coronel, pesando y midiendo escrupulosamente cada una de las frases que había posibilidad de emplear en la entrevista del día siguiente. Pero de cuando en cuando se embarullaba, olvidaba lo que había preparado y lloraba amargamente en el rincón de su diván de hule. Llegada la mañana, explicó a su mujer la actitud que habría de observar en la entrevista.
—¡Lo principal es que lo beses y calles! —le dijo—. Después puedes hablarle, pero al besarlo no profieras una palabra. No le hables en seguida de besarlo, ¿comprendes?, porque te expones a decir lo que no debas.
—Comprendo, Nikolái Serguéevich —contestó la madre, llorando.
—¡No llores! ¡Dios te libre de ello, porque si lloras vas a matarle!
—¿Y por qué estás llorando tú?
—¿Quién no llorará con vosotros? Pero tú, tú no tienes que llorar, ¿estamos?
—Está bien, Nikolái Serguéevich.
En el coche quiso volver a repetir sus instrucciones, pero se halló con que ya las había olvidado. Y así, los dos viejos fueron callados, encogidos, absortos en sus pensamientos.
La ciudad bullía alegremente; era la semana que precede a la cuaresma, y todas las calles se encontraban llenas de gente y de ruido.
Llegaron, por fin, a la sala de visita. El coronel se puso en pie, en actitud de espera, colocando la mano derecha sobre el pecho, en la abertura de la guerrera. Serguéi permaneció un momento sentado, con el rostro arrugado de su madre muy próximo al suyo, y en seguida se levantó de un salto.
—Siéntate, Sereyenka —rogóle la madre.
—Siéntate, Serguéi —confirmó el padre.
Quedaron un instante silenciosos. La madre sonreía extrañamente.
—Hemos hecho todo lo imaginable para salvarte, Sereyenka.
—Es en vano, madre...
El coronel dijo con resolución:
—Debíamos preocuparnos, Serguéi, para que no pensases que tus padres te habían abandonado.
Quedaron de nuevo silenciosos.
Sentían miedo de hablar, como si cada palabra que pronunciasen fuera a perder su sentido y a significar una cosa: la muerte. Serguéi miró la guerrera de su padre, aún oliente a bencina, y pensó: «Ahora no tiene asistente; entonces, él mismo la ha limpiado. ¿Cómo no observaba yo antes que era él quien la limpiaba? Sin duda, lo hacía por la mañana.» Y de repente preguntó:
—¿Y cómo está mi hermana? ¿Está bien?
—Nínochka 8no sabe nada —contestó precipitadamente la madre.
Pero el coronel, con acento severo, interrumpió diciendo:
—¿Para qué mentir? La chica lo ha leído ya en los periódicos. Serguéi debe saber que todos... los suyos..., que todos nosotros... en este momento...
No pudo proseguir, y se detuvo. El rostro de la madre se contrajo súbitamente, se arrugó y se agitó en medio de un llanto convulsivo. Sus ojos apagados le saltaban de las órbitas; su respiración se hizo más entrecortada y más ruidosa.
—Ser... Ser... Ser... Serg... —repetía sin mover los labios—. Ser...
—¡Madre! ¡Mamaíta!
El coronel dio un paso adelante, y todo convulso, terrible en su lividez mortal, haciendo esfuerzos desesperados para conservar un resto de serenidad, dijo a su mujer:
—¡Calla! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes, porque va a morir! ¡No lo atormentes!
Aterrada, la madre calló. Pero él, apretando todavía sus puños contra el pecho para contener su agitación, insistía:
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