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Rambaud Patrick - La batalla La batalla

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оксана2018-11-27
Вообще, я больше люблю новинки литератур
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Professor2018-11-27
Очень понравилась книга. Рекомендую!
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Vera.Li2016-02-21
Миленько и простенько, без всяких интриг
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ст.ст.2018-05-15
 И что это было?
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Наталья222018-11-27
Сюжет захватывающий. Все-таки читать кни
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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 36


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El ordenanza del coronel Lejeune devoraba con glotoneria carne de ave fria. Una vez entregada la carta a la senorita Krauss, se habia encontrado con Henri, el cual le abrumo con sus preguntas. Era un buen muchacho, pero fanfarron; le gustaba darse importancia y simulaba la fatiga de los combates vividos de lejos, al abrigo de la isla Lobau. Cuando Henri le pregunto si tenia hambre, la cara del ordenanza se ilumino, y le siguio a la cocina ensuciando con las botas embarradas las tablas del suelo. Asi pues, estaba sentado a la mesa ante las provisiones entregadas a la chita callando por la intendencia. Bien instalado, con la guerrera desabrochada, hundia los dedos en los platos, puntuaba las frases agitando un muslo de pollo a medio comer y vertia en el vaso un vinillo vienes del que se servia sin cesar, embadurnando la botella de grasa.

– La jornada de ayer ha sido dura -decia mientras masticaba y bebia-, pero el coronel no ha sufrido ni un rasguno, os lo juro, y esta manana, cuando le he dejado en el puente grande, el ejercito del mariscal Davout llegaba a punto, con canones y furgones de viveres.

– ?Viveres de los que, a juzgar por vuestro apetito, habia una carencia extrema!

– De eso si, senor Beyle. Ya era hora. A fuerza de cazar furtivamente, ya no quedaba nada que abatir en la isla.

– ?Y sobre el terreno?

– Todo se desarrolla de maravilla, segun las inspiraciones de Su Majestad, o por lo menos eso es lo que me ha confiado el coronel Lejeune, senor, pero no mentia, eso se notaba por su aire de confianza. Los austriacos reciben un palizon, de eso no hay duda, y nuestros soldados se desenfrenan. La victoria esta al alcance de la mano.

Anna habia entrado en la estancia con la carta anodina que Louis-Francois le habia escrito en aleman, y miraba fijamente a aquel teniente voraz que le parecia muy vulgar. El doctor Cari no, que estaba de visita para asegurarse de que Henri tomaba sus pociones y mejoraba, le servia de interprete y repetia a media voz las informaciones del oficial. A medida que las iba recibiendo, Anna palidecia cada vez mas, se cenia el chal bordado como si hiciera frio y arrugaba la carta que tenia en la mano. Henri la miraba por el rabillo del ojo y le costaba entender que no le alegraran las buenas noticias, pero entonces se dijo que la joven era austriaca y que tal vez su padre luchaba en las filas del archiduque, que tenia unas inquietudes legitimas, que la victoria de unos significaria la derrota de los otros y que la situacion debia de resultarle penosa fuera cual fuese el resultado. Esto contradecia las teorias que Henri bosquejaba, pues estaba persuadido de que el amor sobrepasa tanto a las familias como a las naciones y las deja de lado. Reflexionaba y apenas escuchaba al ordenanza que contaba las hazanas militares mientras atacaba una tarrina de liebre. ?Y si Anna no estuviera enamorada de Louis-Francois? En ese caso, ?tenia Henri su oportunidad?

– Entonces -siguio diciendo el ordenanza al tiempo que tomaba un buen bocado de la tarrina- el emperador ha ordenado la ofensiva y todo el ejercito ha salido de golpe de la niebla…

«?Claro, ella no le ama!», se persuadia Henri, sonriendo. Anna tenia el semblante entristecido, y se dejo caer en una silla mientras Carino seguia traduciendo el avance de los ejercitos na poleonicos y la huida de los regimientos de Hohenzollern que el teniente transformaba en una derrota general. Los ojos de Anna se humedecieron, la carta estrujada cayo al suelo y ella no se digno recogerla. El doctor le puso una mano sobre el hombro, y ella se abandono a los sollozos, con gran asombro del teniente, el cual siguio masticando como si rumiara. Lleno un vaso hasta el borde y se levanto para ofrecerselo a la joven.

– Estas cosas emocionan a la senorita, un poco de vino la reconfortara…

Henri detuvo el gesto, tomo el vaso y lo bebio: -Sobre todo tiene necesidad de reposo -comento.

– Ah, la guerra… cuando uno no esta acostumbrado, le trastorna. -El teniente corto otra gruesa loncha de la tarrina y prosiguio con su chachara-: No es como la querida del duque de Montebello, que parece del todo acostumbrada. Ha ido a la isla y, como me encontraba alli, incluso me ha pedido…

– Gracias, teniente, gracias -concluyo Henri, y quiso ayudar a Carino para acompanar a la joven de regreso a su habitacion, pero ella le aparto con un gesto febril.

El doctor se excuso alzando los ojos al techo. Cuando hubieron salido, Henri se agacho para coger la carta de Lejeune. La aliso, pero no podia leerla.

– ?Entendeis el aleman, teniente?

– Ah, no, senor Beyle, lo siento mucho. Chapurreo el espanol, de acuerdo, por haber acompanado al coronel contra esa dichosa rebelion, pero el aleman no, aun no he tenido tiempo.

Y abrumo a Henri con toda clase de consideraciones sobre la dificultad de esa lengua.

Vincent Paradis dormia entregado a suenos candidos que apenas eran tales suenos sino mas bien imagenes, siempre las mismas, que le llevaban al pueblo, le mostraban sus colinas, el patio descuidado de la granja donde su padre removia hojas con detritus para preparar el abono. Vivian de lo que daba el campo, y algunos anos la cosecha era suficiente. El ano pasado habian matado el cerdo, un acontecimiento tan infrecuente que era memorable. Con la participacion de los vecinos, habian descuartizado al animal para abastecer el saladero. El alcalde ofrecio la sal, y, como no sabia cumplimentar los registros, lo protegia de aquellos senores de la ciudad, sobre todo de uno de ellos que tenia la idea de secar las marismas. En el campo uno conocia la monotonia y la muerte natural, y entones llegaron los gendarmes, los soldados que iban a reclutar a los mas robustos para la guerra. Al igual que su hermano mayor, Vincent habia sacado un mal numero, y su familia no tenia un centimo para ofrecerle un sustituto. No se habia decidido a imitar a su amigo Bruhat, quien era necesario en la curtiduria y habia ideado la manera de quedarse en casa. Mostraba al reir una boca desdentada:

– ?Si, me los arranque todos hasta las encias, ya ves, porque sin dientes no puedes desgarrar los cartuchos y ya no te quieren! Vincent habia seguido a los sargentos con fastidio y docilidad.

– ?Eh! ?En pie, gandul!

Vincent Paradis noto que le daban golpes con un zueco en el hombro. Abrio los ojos, bostezo y vio al enfermero Morillon al frente del batallon de soldados de ambulancia al que se habia incorporado la vispera por orden del doctor Percy.

Paradis se irguio apoyandose en lo que le habia servido de almohada. Se dio cuenta de que era un muerto, pero eso no le produjo ninguna emocion, pues los habia visto a montones, y se limito a musitar: «Duerme en paz, camarada, y tal vez en seguida…». Sin armas que llevar a cuestas se sentia ligero y seguia a Morillon como algun tiempo atras siguio a los sargentos que le reclutaron. El batallon de las ambulancias estaba formado por tipos zafios y esa canalla de las grandes ciudades que haria lo que fuese por una pieza de oro, pues el doctor Percy les pagaba de su bolsillo para emplearlos como quisiera. Avanzaban en fila, detras de un carro de grandes ruedas, para depositar en el a los heridos en la batalla. Dos enfermeros les acompanaban a fin de seleccionar a los moribundos: los mas graves serian llevados a la ambulancia que se alzaba en la entrada del bosquecillo, mientras que a los demas los evacuarian a la isla. El grupo paso entre las hileras de lisiados que se habian reunido en las riberas, a los que el viento cubria de polvo y que se protegian del fuerte sol con hojas de carrizo. Algunos se arrastraban hasta el Danubio para vomitar, otros eran presa de espasmos. Los habia a centenares, y gemian, gritaban, tenian estertores, farfullaban frases incomprensibles, deliraban, intentaban aferrarle a uno el pantalon con una mano debil, insultaban, querian terminar de una manera o de otra, y por eso se habian llevado de alli todas las armas utiles, las espadas, las bayonetas, los cuchillos con los que se habrian abierto de buen grado las venas para no sufrir mas y desaparecer.

Los enfermeros de la ambulancia y su carro avanzaron a lo largo del rio hasta Essling, donde, como no podia salir al ataque, la division del general Boudet habia tratado de parapetarse. Por el lado de la planicie, el pueblo defendido con barricadas ofrecia una especie de muralla. Muebles, colchones, cajas de artilleria rotas y cadaveres formaban un revoltijo que llegaba a la altura del primer piso de las casas de mamposteria horadadas por las balas de canon y cuyas aberturas habian sido tapadas durante la noche con rastrillos y cascotes. Los ultimos heridos aguardaban bajo los arboles de la calle principal, en la hierba que algunos mojaban con su sangre. Un capitan se apoyaba en un arbol, el ojo izquierdo oculto por un panuelo manchado de rojo, y hacia gestos de dolor, apretando la pipa con los dientes hasta partirselos. Paradis fue a levantar a un dragon que habia recibido una lanzada en un lado de la frente y se le veia el hueso. Luego recogio a un tirador que aullo cuando lo depositaron en el carro sobre haces de heno. Tenia destrozado el omoplato y Morillon, dandoselas de experto, comento:

– Habra que cortar buenos pedazos,de carne para sacar esos trocitos de hueso…

– ?Tambien vos operais, senor Morillon? -le pregunto Paradis, deslumbrado por tanta ciencia.

– ?Ayudo al doctor Percy, como bien sabeis!

– ?Y este desgraciado resistira?

– ?No soy adivino! ?Vamos! ?Tenemos que darnos prisa!

Se oian de nuevo los ruidos de la batalla, y parecian aproximarse. Asi pues, los austriacos no retrocedian. Los heridos se amontonaban en el carro, el cual dio media vuelta hacia el bos quecillo y el Danubio. Paradis se limpio en la hierba las dos manos enrojecidas y pegajosas. Los gemidos resonaban en su cabeza, pero estaba orgulloso de su nueva mision: el doctor Percy y sus ayudantes lograrian evitar que algunos de aquellos cuerpos acabaran siendo pasto de los gusanos.

A poca distancia del puente pequeno, donde iban a dejar su lastimosa carga, el personal de la ambulancia se topo con un cortejo. Unos tiradores transportaban el cuerpo de un oficial que se convulsionaba.

– ?Vaya! -exclamo Paradis-. ?Por lo menos es un coronel, y con esa coleccion de dorados en el pecho!

– El conde Saint-Hilaire -dijo Morillon, quien conocia de vista a los generales del Imperio.

Paradis, olvidando a los heridos que habia recogido, se situo junto a la puerta de la ambulancia. Los soldados depositaron el cuerpo del oficial sobre la mesa de Percy.