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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 15
– Manana veremos.
– ?Pues tu, Fayolle, tu crees!
– ?Muy bien! Te pido que esperes para estar seguros.
– ?Y si matan al general? ?Que seria entonces de nosotros?
– Habriamos tenido la negra…
La desventura dejo al soldado Pacotte muy esceptico. En su villa de Menilmontant no creian demasiado en esa clase de sandeces. Cuando le reclutaron era aprendiz de carpintero y tenia el habito de las cosas concretas, tornear una pata de mesa, clavar tablas y derrochar su paga en los ventorrillos. Dio unas palmadas en la espalda de Fayolle, a quien impresionaba esa historia.
– Hay que cambiar de ideas, amigo mio. ?Y si fuesemos a saludar a nuestra austriaca? Nos espera. ?Atada como esta, no creo que se transforme en fantasma!
– ?Te acuerdas del sitio?
– Lo encontraremos. El pueblo no tiene mas que una calle.
Descolgaron el farol de una carreta y se encaminaron a Essling, cuyas casas eran todas parecidas. Se equivocaron dos veces. «?Maldita sea! -gruno Fayolle-. ?No la encontraremos nunca!» Mas adelante, Pacotte reconocio a la luz del farol el cuerpo de su asaltante, al que nadie habia enterrado. Los dos hombres se miraron sonrientes y empujaron la puerta. Pacotte dio un paso en falso y la vela del farol se apago.
– ?No fastidies, hombre! -exclamo Fayolle, y se envolvio una mano en la capa para extraer el vidrio quemante, mientras Pacotte golpeaba el eslabon. Por fin llegaron al piso y avanzaron hasta la habitacion del fondo, donde la joven no se habia movido.
– ?Como se dice «buenos dias, hermosa mia» en aleman? -pregunto Pacotte.
– No se nada -replico Fayolle.
– Duerme curiosamente bien…
Dejaron el farol sobre un taburete de tres patas y Fayolle, con el sable, corto las ataduras. El coracero Pacotte, tras quitarle la mordaza, se guardo en el bolsillo los tirantes de terciopelo atados al cuello que la mantenian fija, y entonces se inclino y beso a su prisionera en plena boca. Dio un salto atras.
– ?Diablo!
– ?No sabes despertarla? -le pregunto Fayolle, divertido.
– ?Esta muerta!
Pacotte escupio en el suelo antes de limpiarse la boca con la manga.
– Sin embargo, nuestra muneca no tiene los pies frios -siguio diciendo Fayolle mientras palpaba a la joven.
– ?No la toques, eso trae desgracia!
– ?No crees en mis fantasmas pero ahora te castanetean los dientes? Se fuerte, gallina.
– No me quedo aqui.
– ?Pues vete! Dejame el farol.
– No me quedo aqui, Fayolle, eso no se hace, todo esto…
– ?Y te crees un guerrero! -se burlo Fayolle, desabrochandose el cinturon.
Pacotte bajo precipitadamente la escalera en la oscuridad. Una vez en el exterior, se apoyo en el muro de la casa y respiro a fondo varias veces. Se sentia mal, le flaqueaban las piernas. No se atrevia a imaginar a su complice, que se afanaba con aquella pobre campesina muerta, asfixiada por la mordaza, que el, Pacotte, habia debido de apretar demasiado al anudarla. Tenia aspecto de fanfarron, pero nunca habia sentido deseos de matar. En combate, pase, porque no hay manera de sobrevivir si no es asi, ?pero alli?
Transcurrieron largos minutos.
Alla abajo, cerca de la iglesia, unos soldados cantaban. Fayolle salio por fin. No intercambiaron una sola palabra acerca de la austriaca, pero Pacotte le pidio:
– Dame la luz, voy a vomitar.
– No tienes necesidad de ver, yo si.
– ?Ver que?
– Mis zapatones nuevos. -Senalo el cuerpo tendido en el patinillo-. Es el momento de aligerar a este buen hombre de sus zapatos. Los necesito mas que el, ?no crees?
Fayolle se agacho y dejo el farol en el suelo. Extrajo las espuelas para probarlas en los zapatos del cadaver y solto un juramento: ?era imposible ajustarlas! Se levanto decepcionado.
– ?Pacotte! -grito.
Con el farol en el extremo del brazo extendido, se alejo calle abajo, rezongando:
– ?Es que no puedes responderme, pedazo de cerdo?
Distinguio una forma cerca de un arbol y avanzo en aquella direccion.
– ?Necesitas un arbol para echar la papilla?
A grandes zancadas, hollaba la hierba y las ortigas del suelo al lado de la cuneta, cuando tropezo con un obstaculo, un tronco cortado, sin duda. Lo golpeo con el pie y comprobo que no se trataba de madera. Era blando como un cuerpo. Se agacho y el farol ilumino un uniforme. Como el soldado estaba tendido de bruces, le dio la vuelta: embadurnado de vomito y sangre, su amigo Pacotte tenia un cuchillo clavado en la garganta.
– ?Alerta!
A pocos pasos, en la oscuridad, los austriacos de la Landwehr, una milicia popular, con chaquetas gris raton, el sombrero negro adornado con una rama provista de hojas, se agachaban para desaparecer en los trigales.
Massena habia hecho encender braseros y colocar faroles en los postes de sostenimiento. Habia confiado al ordenanza el uniforme bordado de oro y el bicornio, e iba de un lado a otro para apresurar la consolidacion del puente pequeno. Con las botas en el limo del rio, cogio por el cuello a un pontonero ahogado a medias por un remolino del rio. Massena tenia la energia de los brutos. Trepaba a las viguetas, llevaba tablas, adiestraba con el ejemplo, haciendo el trabajo de diez hombres. Nunca habia estado enfermo, excepto una sola vez, en Italia. Habia conseguido trapichear unas licencias de importacion que le habian aportado tres millones de francos. El emperador, advertido, le rogo que entregara una tercera parte al Tesoro. El mariscal lloro y adujo su economia, su familia que le costaba cara, afirmo que era pobre, que estaba endeudado. Esto termino por exasperar al emperador, quien le confisco la totalidad de la fortuna colocada en una banca de Livorno. Entonces Massena enfermo.
En medio de la accion, el mariscal se olvidaba de sus bandidajes, su avaricia y el oro de los genoveses, del que suponia que reposaba en un cofre de Viena. Ya se ocuparia de eso mas ade lante. Sin que, al parecer, le costara ningun esfuerzo, alzo una viga enorme para que los zapadores pudieran fijarla con sus cabos en uno de los barquichuelos, lastrado con proyectiles, que se bamboleaba en el fuerte oleaje. Algunos maderos se desprendieron del piso inacabado y se alejaron corriente abajo. Massena gritaba como un energumeno. Delante, en la isla, otros pontoneros trataban de efectuar la union. Los dos equipos debian encontrarse hacia la mitad de aquel brazo furioso del Danubio. Casi lo habian conseguido, y ahora se lanzaban cables a los que habian fijado piedras, que los de delante cogian al vuelo para tenderlas como un esbozo de parapeto. Abajo las aguas seguian creciendo, agitadas, y asi los hombres avanzaban unos al encuentro de los otros, viga tras viga, madero tras madero, arrastraban, anudaban, clavaban a la luz incierta y rojiza de las grandes antorchas, mojados por las olas que chocaban con su obra, agobiados, entumecidos, unidos con una cuerda como rosarios humanos. Massena los alentaba e insultaba como un domador, magnifico, con la corbata arrollada por debajo del menton, las mangas de la camisa de seda arremangadas hasta los codos. Al borde del piso reconstruido, alzo una madera de cadenas con la mano derecha y las arrojo a un sargento enganchado a un ponton: «?Alrededor de ese tronco!». El sargento tenia los dedos helados y no lograba rodear el poste designado, su embarcacion cabeceaba, las frias olas le alcanzaban el rostro, corria el riesgo de perder el equilibrio. Massena bajo hacia el por un cordaje, aparto al incapaz y fijo las cadenas. Una rafaga de viento desvio la humareda, los hombres tosieron y el trabajo prosiguio a ciegas. «?A la derecha! ?Mas a la derecha!», gritaba Massena como si, con su unico ojo, viera mejor en la noche que los pontoneros habituados al ejercicio. Por el otro lado, en la Lobau, el resto del ejercito esperaba pasar, con la mochila en la espalda y el fusil a los pies. Los de las primeras filas veian a su mariscal y, si no le querian, aquella noche por lo menos le admiraban. Otros rezaban para que aquella porqueria de puente no se sostuviera jamas, que el Danubio lo dispersara y que ellos regresaran a sus casas.
Doscientos metros mas lejos, en un claro en el centro de la isla, los oficiales del estado mayor y su personal descansaban sobre el cesped. Muchos de ellos llevaban en cajitas talladas anillos, retratos en miniatura, un mechon del cabello de su querida, de cuyos meritos se jactaban para olvidar el presente. Algunos reanudaban sus cantinelas nostalgicas:
Me abandonais para ir hacia la gloria.
Mi tierno corazon seguira por doquier vuestros pasos…
Lejeune callaba, sentado bajo un olmo. Mientras que su ordenanza, a gatas, soplaba las brasas de un fuego de ramas, Vincent Paradis desollaba dos liebres que habia abatido con la honda. Ins pirado por la noche campestre, aquella calma, aquel verdor, Perigord acababa de disertar sobre Jean Jacques Rousseau:
– Dormir en verano sobre la hierba y bajo las estrellas, pase, pero no muy a menudo. Hay hormigas y, ademas, los pajaros te despiertan al amanecer con su bullicio. Se esta mejor entre las sabanas, con la ventana bien cerrada, preferentemente acompanado, soy un poco friolero.
Entonces se dirigio a Paradis:
– Guardame las pieles, muchacho. Me iran de primera para lustrarme las botas… ?Conejos! ?Cada vez que veo a esas bestezuelas vuelvo a pensar en la caza frustrada de Grosbois! ?Que bobo llega a ser nuestro mayor general!
– Desmanado, es posible, pero no bobo -le corrigio Lejeune, bastante contrariado-. No exagereis, Edmond. Y ademas, nosotros ni siquiera participamos en esa caceria.
– ?De que estais hablando? -pregunto un coronel de husares que gozaba por anticipado del cotilleo.
– De aquella jornada en la que, para adular al emperador…
– Para serle agradable -rectifico Lejeune.
– ?Es lo mismo, Louis-Francois!
– No.
– El mariscal, para adular a Su Majestad… -repitio el husar que estimulaba al maldiciente Perigord.
– El mariscal Berthier -siguio diciendo este- habia ofrecido al emperador una caceria de conejos en sus tierras de Grosbois. Ahora bien, si habia caza, no habia un solo conejo. ?Que hace el mariscal? Encarga un millar. Llegado el dia, se sueltan los conejos, pero en vez de correr para librarse de las escopetas, los animales se dirigen hacia los invitados, les aguan la fiesta, se deslizan entre las botas, en absoluto asilvestrados, y poco les falta para hacer tropezar a Su Majestad. El mariscal se habia olvidado de precisar que queria conejos de coto, y le habian entregado conejos de granja: ?al ver a toda aquella gente habian creido que les traian comida!
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