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Anaconda - Quiroga Horacio - Страница 19
LAS RAYAS
"…En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razon de eufonia. Se precisara un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre."
Como se ve, pocas veces es dado oir teorias tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que quien la exponia no era un viejo y sutil filosofo versado en la escolastica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos rapidamente el cafe, nos sentamos de costado en la silla para oir largo rato, y fijamos los ojos en el de Cordoba.
– Les contare la historia -comenzo el hombre- porque es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el ano por las colonias y yo, bastante inutil para eso, atiendo mas bien la barraca. Supondran que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados – uno conmigo en los libros y otro en la venta- nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de accion, ni el Mayor ni el Diario" son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros, como si aquella cosa lugubre pudiera repetirse. ?Los libros…! En fin, hace cuatro anos de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reirse, mudo y contraido en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tenia familia en Laboulaye, habian alquilado un caseron con sombrios corredores de boveda, obra de un escribano que murio loco alla.
Los dos primeros anos no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco despues comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor -se llamaba Tomas Aquino- llego cierta manana a la barraca con una verbosidad exuberante. Hablaba y reia sin cesar, buscando constantemente no se que en los bolsillos. Asi estuvo dos dias. Al tercero cayo con un fuerte ataque de gripe; pero volvio despues de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que lo habian invadido de golpe. Pero todo paso en horas, a pesar de los sintomas dramaticos. Poco despues se repitio lo mismo, y asi, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos dias un fulminante y frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconseje que se hicieran examinar atentamente, pues no se podia seguir asi. Por suerte todo paso, regresando ambos a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gotica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la sorpresa que imaginaran, vi que la ultima pagina del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas llego Figueroa a la manana siguiente, le pregunte que demonio eran esas rayas. Me miro sorprendido, miro su obra, y se disculpo murmurando.
No fue solo esto. Al otro dia Aquino entrego el Diario, y en vez de las anotaciones de orden no habia mas que rayas: toda la pagina llena de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les hable malhumorado, rogandoles muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestaneando rapidamente, pero se retiraron sin decir una palabra. Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de peinarse, echandose el pelo atras. Su amistad habia recrudecido; trataban de estar todo el dia juntos, pero no hablaban nunca entre ellos. Asi varios dias, hasta que una tarde halle a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya habia rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las paginas llenas de rayas, rayas en el carton, en el cuero, en el metal, todo con rayas.
Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llame a Aquino y tambien lo despedi. Al recorrer la barraca no vi mas que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitran en el suelo, rayada…
No habia duda; estaban completamente locos, una terrible obsesion de rayas que con esa precipitacion productiva quien sabe a donde los iba a llevar.
Efectivamente, dos dias despues vino a verme el dueno de la Fonda Italiana donde aquellos comian. Muy preocupado, me pregunto si no sabia que se habian hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
– Estaran en casa de ellos -le dije.
– La puerta esta cerrada y no responden -contesto mirandome.
– ?Se habran ido! -argui sin embargo.
– No -replico en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oido gritos que salian de adentro.
Esta vez me cosquilleo la espalda y nos miramos un momento. Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caseron la fila se engroso, y al llegar a aquel, chapaleando en el agua, eramos. mas de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondia, echamos la puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no habia nadie. Pero el piso, las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado, una irradiacion delirante de rayas en todo sentido.
Ya no era posible mas; habian llegado a un terrible frenesi de rayar, rayar a toda costa, como si las mas intimas celulas de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesion de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente, apretandose de tal modo al fin, que parecia ya haber hecho explosion la locura.
Terminaban en el albanal. Y doblandonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras que se revolvian pesadamente.
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