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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 21
—Vamos, Vasia, ven acá. Yo te sostendré.
Pero también a él lo rechazó Vasili, y volvió a gritar aún con más fuerza:
—¡Ay! ¡Ay!
—Calla, tonto. Soy yo, Verner.
—Sí, ya lo sé. No me toques. ¡Iré solo!
Siempre temblando, subió solo, en efecto, al coche y se sentó. Verner se acercó a Musia y le preguntó, señalando a Vasili:
—¿Qué tal?
—Mal —repuso la joven—. Va ya muerto.
Y añadió con extraño tono:
—Dime, Verner, ¿existe en verdad la muerte?
—No lo sé, Musia, no lo sé. Pero yo creo que no —contestó Verner grave y pensativo.
—Así creo yo también. Pero ¿y Vasili? ¡Oh, cuánto he sufrido junto a él, en el coche! Entonces sí que me parecía ir con un muerto.
—¡Qué sé yo, Musia! Tal vez la muerte exista para unos y no para otros; pero en tal caso, ya no podrá afirmarse que existe en absoluto. Para mí, por ejemplo, ha existido, pero ahora ya no existe.
Musia, que estaba muy pálida, sintió que sus mejillas se encendían.
—¿Qué dices, Verner? ¿Que ha existido la muerte para ti?
—Sí, y para ti también. Pero ahora ya no.
A la puerta del vagón se oyó un ruido: era «Mishka el Gitano», que entró dando fuertes pisadas, resoplando y escupiendo. Luego miró en torno y se detuvo de pronto.
—¡Guardias! —gritó, dirigiéndose al soldado, que le miraba con enojo—. Aquí no hay sitio. Yo, si no voy cómodo, no voy. Para eso, que me cuelguen del farol. ¡Hijos de tal, vaya un coche indecente! ¡Esto no es coche, es una pocilga!
Bajó la cabeza y estiró el pescuezo. Entre la maraña de cabeza y barbas brillaban los ojos negros con expresión de locura.
—¡Heme aquí, señores! —exclamó—. ¡Buenas noches!
Acercóse a Verner, le tocó un brazo y, guiñándole un ojo, llevóse con brusco movimiento la mano al cuello.
—¿Con que a usted también, eh?
—También a mí —contestó Verner sonriendo.
—¿A todos?
—¡A todos!
—¡Ah, muy bien! —exclamó, mostrando sus blancos dientes y paseando en derredor una mirada, que detuvo especialmente en Musia y Yanson. Con un nuevo guiño, preguntó a Verner:
—¿Por aquello del ministro?
—Sí, por aquello. Y tú, ¿qué has hecho?
—¿Yo? No pico tan alto. No soy más que un simple bandido. ¡Eh, amigo! Córrete un poco; como comprenderás, no os quito sitio por gusto. En el otro mundo lo habrá para todos.
Volvió a mirar con recelo a sus compañeros, que le miraban graves, silenciosos y aun con cierta compasión. Enseñó de nuevo los dientes y dio a Verner unos golpecitos en la rodilla.
—Así es, señor. Como dice la canción:
Verdes encinas del bosque, cesad en vuestro rumor...
—¿Por qué me llamas «señor» —preguntó Verner—, si dentro de nada estaremos los dos iguales?
—Verdaderamente —dijo el otro con visible satisfacción—. ¡Valiente señor estarás tú, cuando van a ahorcarte conmigo!
Y señalando al nuevo centinela prosiguió:
—¡Ése sí que es un señor de veras! En cambio ése...
Indicó con la vista a Vasili, y continuó:
—¡Qué, señor! ¿Tenemos miedo?
—¡No! —repuso, moviendo trabajosamente la lengua.
—¿Que no, eh? No te dé vergüenza decirlo, hombre. ¡Ni que fueras un perro, para que movieses el rabito cuando te llevan al palo!
Miraba a todas partes, escupía a cada momento.
—¿Y ése? —preguntó, por Yanson—. ¿También viene con nosotros?
Yanson, hecho un ovillo en un rincón del coche, se agitó un momento, pero no contestó. Verner lo hizo por él.
—Ése dio de cuchilladas a su amo.
—¡Dios mío! —exclamó «el Gitano», sorprendido—. Pero ¿es que semejante tipo tiene derecho a acuchillar a nadie?
Desde hacía ya un rato, «el Gitano» miraba a Musia de reojo; al cabo se volvió hacia ella y la contempló fija y francamente.
—¡Señorita! —dijo—. Pero ¡si es una niña! Y tiene buen color, y se ríe. ¡Mira, se ríe de veras! —agregó, clavando sus dedos con ganas en una rodilla de Verner—. ¡Mírala, mírala!
Musia sonreía, en efecto. Un poco avergonzada, clavó su mirada en los ojos salvajes y llameantes que la contemplaban.
Todos callaban.
El tren saltaba sobre los carriles con estrépito de ruedas, hierros y cristales. El pito de la locomotora hendió el aire, como si el maquinista quisiera prevenir a alguien de algún peligro. Y era absurda la idea de que para colgar de un palo a otros infelices fuera preciso emplear tan escrupulosas precauciones, tan prolijos preparativos, y que el hecho más cruel que puede realizarse en la tierra se consumase luego con la mayor sencillez, como si fuese la cosa más natural.
Los vagones corrían, corrían. Quienes los ocupaban viajaban como todo el mundo viaja, en las mismas actitudes que se ven todos los días. Luego pararían como siempre:
—¡Cinco minutos de parada!
Y allí aparecería la muerte, la eternidad, el gran misterio...
XII La llegada
Corría el tren, corría sin descanso.
Por aquellos mismos carriles se iba a una casa de campo en la que durante algunos años había vivido Serguéi Golovin con sus padres. El joven hubiera podido imaginar que volvía en el último tren, por habérsele hecho tarde, entretenido con unos amigos.
—Ya falta poco —dijo, abriendo los ojos y volviéndolos hacia la ventanilla.
Nadie le contestó, nadie se movió siquiera. «El Gitano» seguía escupiendo y mirando todo como si quisiera tocarlo con los ojos.
—Tengo frío —dijo Vasili Kashirin, moviendo con tanta dificultad los helados labios, que lo que en realidad dijo fue:
—«Teño fío».
Tania se volvió presurosa hacia él y le alargó su pañuelo.
—Ten —le dijo—; abrígate el cuello.
—¿El cuello? —preguntó Serguéi con sobresalto, y se asustó de la pregunta.
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